Era sábado 21 de Junio, solsticio de verano, el día en que el sol permanece quieto. Luego de bailar un rato en una pequeña discoteca del centro de Medellín y antes de regresarnos a nuestras respectivas casas, me pide mi novia que subamos al parque la Ladera a conversar un rato y a terminarnos media botella de ron que sobró de nuestra breve sesión de baile y sobre todo para no llegar tan temprano a nuestra morada, apenas eran las doce y media de la noche, aun había tiempo para muchos besos. Subimos sin afán en nuestra motocicleta, zigzagueando y riéndonos a carcajadas de cosas sin importancia, el barrio estaba solo y los arboles alumbrados por esas lámparas amarillentas tenían un toque romántico y casi sórdido en medio de la noche. Siempre nos había atraído el hermoso portal de la antigua cárcel, alto, blanco, con arcos majestuosos y elegantes. Charla, risas, besos, brindis, el sector estaba completamente solo, de repente y proveniente de la montaña del cerro sagrado Pan de azúcar, empezó a llegar una suave brisa y minúsculas gotas anunciaban un posible aguacero. Las gotas como pequeños diamantes se iluminaban bajo la luz amarillenta de los faroles, algunas semillas de un viejo árbol de balso flotaban en el aire y eran llevadas por el viento como pequeñas polillas, la noche era mágica, como todo con ella; mi novia me tomo de la mano y nos refugiamos bajo el portal de la antigua entrada de la cárcel, en unas pequeñas escalas para guarecernos un poco de la suave garúa. Nos recostamos contra la pared y empezamos el eterno y bello juego de hablarnos al oído y adornar con besos suaves la noche, la penumbra nos protegía de las miradas indiscretas y el gran árbol lo hacía, a su vez, de la suave llovizna.
Mi compañera decidió ir hacia la moto para acomodar el casco protector y evitar que se mojara o recogiera agua, regresó suavemente y me dijo:
-Arriba, por el lado de la cancha hay un señor muy raro, como borracho, ven y lo miras.
Suelo ser muy perceptivo y al estar solos en aquel lugar, mi sentido de alerta estaba activado, desde la sombra miré al caballero como a una cuadra de distancia, había buena iluminación y los detalles eran todos muy perceptibles.
Era un hombre de unos cuarenta años, delgado, camisa blanca, bien abotonada, pantalón negro, peinado hacía arriba, al estilo antiguo que algunos llamaban «camaján», bien afeitado, me llamó mucho la atención sus zapatos brillantes, charolados, blancos y negros, como zapatos de bailarín que en épocas antiguas llamaban zapatos «dominó», era un hombre de otra época.
Mientras yo lo miraba absorto, mi novia me abrazaba espalda y me preguntaba ¿será un borracho o un ladrón? ¿Por qué camina tan raro?
El caballero no estaba borracho, caminaba suave, iba y venía como si siguiera la línea de un rectángulo, pero no trastabillaba como suelen hacer los ebrios, sus manos estaban en los bolsillos del pantalón, cosa que a un beodo le haría perder el equilibrio y lo hubiese llevado rápidamente al suelo. Mientras lo miraba absortó me vino a la memoria donde había visto ese modo de andar, hace algunos años solía visitar a un amigo caído en desgracia en la cárcel Bellavista y alguna vez me tocó presenciar allí cómo un preso caminaba de esa forma en una esquina del patio quinto, los demás compañeros le hacían espacio mientras el reo, como un autista, caminaba y caminaba siguiendo ese rectángulo imaginario, mi amigo me contó que a ese comportamiento lo llamaban «estar encausado» es decir el reo se levantaba ese día pensando en su causa, su condena, su aciago futuro, su desdicha, con todo el peso del destino en su cabeza y sus hombros. En ese estado judicial, el reo solía convocar a «la huesuda», ya fuera con un intento de suicidio o con la provocación de una pelea que terminase en su muerte, en su deceso, como en aquel bello tango de 1927 escrito por Armando Tagini y cantado maravillosamente por «El mudo» llamado «La Gayola»: … me vi a la sombra o finao, pensé en no verte y temblé, si yo que nunca aflojé, de miedo en las noches me pongo a llorar, deci por dios que me has dao, que estoy tan cambiao, no se mas quien soy»
En ese instante supe que era un fantasma, un muerto absorto en su burbuja de emociones, un antiguo preso de esta cruel ergástula que en esa noche de junio, recorría los patios de su mente encausado y perdido en la niebla de su desesperación.
Suavemente le dije a mi novia: tranquila, es un fantasma, un preso de la antigua cárcel. Ella temblando me susurró: un espanto?, no, le dije, no espanta a nadie, solo camina su dolor sin preocuparse del entorno. Al irse acercando a nosotros, lento, sin afán, notamos que sus brillantes zapatillas blanco y negro, no hacían ruido en el asfalto a pesar del silencio y la soledad del lugar, le pedí a mi amada que no lo mirara directamente, que me abrazara mientras yo daba la espalda y la protegía a ella con mi cuerpo, la tensión iba en aumento, la apreté fuerte y apoyé su cabeza contra mi pecho conteniendo la respiración, El caballero pasó junto a nosotros sin notar nuestra presencia, esperamos unos treinta segundos y sigilosamente nos asomamos para ver hacia donde continuaba su camino, nada, la calle estaba absolutamente desierta, se había desvanecido. Salimos y atisbamos bien, nada por ninguna parte. Sintiendo la enorme angustia de este desdichado ser, musitamos una corta oración, nos subimos a la moto y sin encenderla para no perturbar a los muertos, bajamos rápidamente hacía el parque obrero y luego hacia el barrio el vergel, donde vive el amor que alegra mis días en esta tierra. Antes de entrar a su casa, me pregunto porqué no había que mirarlos directamente y le conté que los fantasmas andan como en una especie de burbuja, absortos en sus asuntos y que la mirada de los humanos despide una energía poderosa que al enfocarla directamente en ellos rompe esa burbuja e inmediatamente ellos te ven también, se fijan en ti y a partir de ahí las cosas pueden ponerse feas o difíciles. A los niños en la escuela cuando la maestra les pide que pongan atención, en realidad les está pidiendo que miren atentamente, así que no es bueno mirar directamente a los descarnados. La abracé, me despedí y como a dos cuadras de su casa, paré en una tienducha de trasnochadores y me bebí una cerveza a grandes sorbos, sin parar, con la imagen del desdichado caminando “encausado” por mi mente.
Carlos Rodríguez, 1936. Archivo Histórico de Antioquia.
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