El país que nos imaginamos

El país que nos imaginamos

Cuando yo era chica
los corredores eran largos
las mesas altas
las camas enormes.
La cuchara no cabía
en mi boca
y el tazón de sopa
era siempre más hondo
que el hambre.
Cuando yo era chica
sólo gigantes vivían
allá en casa.
Menos mi hermano y yo
que éramos gente grande
venida de Lilliput.

Antes de volverme gigante
Marina Colasanti

Foto © Daniel Mordzinski, vía Editorial Anagrama

Nuestro país imaginado

Mucho tiempo después, frente a un club de lectura, el escritor argentino Eduardo Berti había de recordarnos nuestro país imaginado: el pueblito en el que nacimos, la casa gigante que habitamos en la infancia, el Macondo de García Márquez, el Balandú de Manuel Mejía Vallejo, las Ciudades invisibles de Ítalo Calvino, el condado de Yoknapatawpha de Faulkner.

Si ese recuerdo del país que nos imaginamos se corresponde o no con la realidad, quisiéramos no saberlo. La imaginación todo lo va embelleciendo con los años, con las palabras, con las imágenes que creamos y recreamos en la mente a través de las fantasías que nos inventamos y las que leemos.

Quizás te pueda interesar Ciencia ficción y literatura queer en la narrativa de Andrea Salgado

Desde ese mismo escenario, rememoramos uno de los elementos principales de la cultura oriental que nos ilustra Berti, mirando el libro no desde la perspectiva de un texto histórico sino como una historia en la que puede haber más de ficción que de realidad: el símbolo de los pájaros y la costumbre de mantenerlos enjaulados, quizá para aprehender la belleza y el canto de las aves o, como diría la canción El mochuelo de Otto Serge, para darle alegría a la novia del novio a cambio de su libertad. 

Esclavo negro, cantá,
Entoná tu melodía,
Cantá con seguridad
Como anteriormente hacías
Cuando tenías libertad
En los Montes de María.

Puede ser una jaula de oro y el ave no será feliz

En ese orden de ideas, volvemos al hábito practicado por los más viejos de sacar a pasear sus aves enjauladas un poco para que no se les olvide cantar, un poco para socializar entre ellos; relacionando a su vez la figura del ave con costumbres y concepciones disimiles como:

  • Comprar pájaros para echarlos a volar con la poética idea de que cuando el pájaro salga volando, algo de uno también se irá. 

  • No enjaular pájaros azulejos porque se suicidan.

La antitesis de ese enjaulamiento, curiosamente, la vemos reflejada en la empleada de servicio cuando saca la jaula a pasear; ya que este acto para ella, más que un ritual o un símbolo, es una oportunidad de descanso.

La llamada Ling, narradora de esta historia, encuentra en el paseo de las aves otra oportunidad: la licencia de verse a solas con su admirada Xiaomei. El ave al que deseaba imitar, no por su canto, sino por su imagen; haciendo de esta experiencia un juego de espejos en el que vemos a una adolescente queriendo ser igual a la otra que, a su vez,  es igual a una actriz de cine que, como los azulejos, había optado por suicidarse; y nos preguntamos:

¿El país imaginado de Ling pudo ser Xiaomei?

¿Qué de la historia es real?

¿Qué soñamos?

¿Qué vivimos?

¿Cuán felices pudieron ser estas dos aves en sus jaulas matrimoniales?

También puedes leer