Diásporas del campo a la ciudad
Las sucesivas violencias que ha padecido Colombia desde los años 50 hasta nuestros días, ha dejado una estela de familias errantes, una mixtura de géneros y edades, un conglomerado de desterrados obligados a enraizarse donde les toque. Y de esas diásporas entre el campo y la ciudad, y dentro de las mismas ciudades, que han reconfigurado la composición regional de la población colombiana, no ha sido ajena Medellín. En sus barrios, corregimientos y veredas se asientan comunidades que se tejen a partir de las diferencias y que llegaron con el conocimiento y la añoranza de cultivos de otros climas, con sabidurías ancestrales africanas y aborígenes alejadas de sus selvas y montañas, con palabras, plantas, usos, costumbres y recetas que encontraron en Medellín un lugar para florecer y pervivir.
Guillermo Cardona
Cuánto de lo que somos podría decirnos el plato servido a la mesa. Cada ingrediente guarda una historia; la de su origen, cuando estaba enraizado a la tierra, hasta la del viaje que hizo para llegar a la olla gracias a una larga cadena de seres: plantas, animales, humanos y hasta bacterias. La comida es manifestación pura de la energía solar, nuestro sustento, y es, también, una narración que cobra vida en la cocina, allí donde el hogar contiene una natural alquimia. En esa transformación de los alimentos, el campo —nuestra mayor despensa— nos otorga sus bondades y reitera que fue con la domesticación de la tierra como empezó la cultura.
Abordar el tema del agro colombiano conlleva a hablar del desplazamiento forzado, una realidad social que ha marcado, especialmente en los siglos XX y XXI, el crecimiento las ciudades. Aunque las migraciones de campesinos se han dado en diferentes épocas y por diversas razones, entre ellas la de las promesas del desarrollo industrial, según un informe Unidad Nacional de Víctimas, al 2020 más de 8 millones de personas han abandonado sus poblados para salvar sus vidas.
La gran mayoría de estas personas llegan a las ciudades con apenas lo que tiene puesto. Los que alcanzan a empacar algo no dudan en darle prioridad a los enceres de la cocina. La cocina, coinciden los invitados a este seminario, ha sido siempre el refugio, el lugar concéntrico de la casa, el espacio que reúne, el símbolo de subsistencia. Donde hay cocina, el hogar, al calor del fogón, aviva su llama.
Las oleadas de campesinos que han llegado a Medellín han ido cubriendo las verdes laderas con nuevos barrios. A punta de convites, de ollas comunitarias rebosantes de fríjoles o sancocho en leña, levantan sus casas, abren caminos, tapian escaleras, hacen sus propios acueductos. Son barrios con aires de provincia, aglutinados en paisajes que desdibujan los límites entre lo rural y urbano. Allí el campo fulgura en los frontis coloridos de las casas, en los antejardines hechos huertas, en la comida que rinde para todo el que llegue, en los cálidos saludos entre vecinos, que, muchas veces, suelen ser los mismos paisanos de la vereda, corregimiento o pueblo que tuvieron que dejar.
El sociólogo Óscar Manuel Cárdenas, invitado a este seminario, nació en Dabeiba, Antioquia. En su biografía resalta que fue traído al mundo por una partera y que su cordón umbilical fue enterrado entre las raíces de un frondoso árbol, siguiendo la tradición indígena. Cuando todavía era un niño, él y su familia llegaron a Medellín desplazados por la violencia. Y a pesar de que la premisa era seguir adelante, ese pasado ocuparía su futuro.
Óscar Manuel quería saber el porqué de ese desarraigo, y encontrar la respuesta lo ha encaminado entre la academia, la investigación y la gestión social. Lo llevó a empaparse de la historia de Urabá, para entender el desplazamiento forzado, empezó por estudiar a profundidad ese territorio multicultural y pluriétnico, que lo hace, como esa sonora y abierta palabra que lo designa, un lugar vastísimo que va más allá de las divisiones político administrativas. Óscar comprendió que los motivos del desplazamiento van desde la violencia hasta las nuevas prácticas de monocultivo y ganado expansivo.
Muchos académicos han profundizado en las razones del desplazamiento forzado y, en general, sobre las condiciones del campo colombiano. Sus investigaciones son aportes valiosos para la memoria de nuestro país; pero, así mismo, han movilizado a estudiosos, científicos, líderes y gestores culturales y comunitarios a llevar ese conocimiento a la práctica mediante la labor social.
Eso es lo que hace la Fundación Secretos Para Contar, cuenta su directora de educación, la lingüista y magíster en gestión cultural, Vanessa Escobar. En el 2004, cuando el conflicto armado estaba al rojo vivo en muchas regiones de Antioquia, un grupo de académicos empezó a viajar hasta los parajes más lejanos, veredas y corregimientos en lo profundo de la montaña, a ocho o más horas en mula, escalera y a pie, con una propuesta pedagógica: rescatar los saberes campesinos.
Desde entonces, plasman esas narraciones, saberes y conocimientos prácticos en una serie de libros que luego entregan, de la mano de una estrategia de promoción de lectura y escritura, a las familias, a los estudiantes y a los maestros en las escuelas rurales. Vanessa explica que el sentido de esa labor es atender al ser en su totalidad y desarrollar la necesidad de crecer, aprender y pertenecer. En este punto, Guillermo le pregunta sobre esos encuentros con las comunidades campesinas, cómo ocurren y cómo terminan guiando los temas de los libros.
Ella cuenta que son los campesinos quienes definen, a partir de sus intereses, las temáticas que les gustaría encontrar en los libros. Para llegar a esos temas, la fundación hace diferentes talleres y actividades. Los tópicos más constantes suelen ser las recetas de cocina, las técnicas de cultivo y el uso y propiedades de las plantas medicinales.
El diálogo de saberes es la base de este trabajo pedagógico. Además de recoger gran parte de la información de los libros a partir de entrevistas y conversaciones con estas comunidades, los temas se amplían con investigaciones in situ que enlazan lo empírico, intuitivo y tradicional con la academia y la ciencia. “Por ejemplo, mientras hacíamos las recetas culinarias con las abuelas campesinas e indígenas, también íbamos donde los agricultores y, a la vez, trabajamos con Julián Estrada, un antropólogo que ha estudiado la relación entre la cocina y el campo. Así lográbamos unir esos puntos en común donde la observación campesina y la ciencia se encuentra”.
Cada año la fundación publica una colección integrada por títulos inspirados en las premisas de la pedagogía Waldorf: sentir, pensar y hacer. Una vez impresos, regresan a esos poblados para entregarlos, de vereda en vereda, en cada escuela rural y casa de familia. “Tardamos dos años en hacer todo ese proceso, en recorrer el departamento. Vamos a los 125 municipios, llegamos a 4500 escuelas, a 219 mil familias. A la fecha, hemos entregado seis millones de libros”, dice Vanessa.
“Hay que volver al campo, hacer todo lo posible para que el campesino permanezca allí, pero que no sea por un asunto romántico, sino porque realmente hay unas condiciones de vida dignas”, apunta Guillermo. Sí, le responde Vanessa, lejos de romantizar el campo, y reconociendo las duras situaciones que se viven allí, en la fundación Secretos para contar creen que los campesinos tienen muchas más posibilidades permaneciendo en la ruralidad que en las ciudades.
Guillermo vuelve su mirada a Óscar, de acuerdo con la labor que hace la fundación, y partiendo de la idea de que los campesinos que viven en la ciudad tienen el derecho a regresar, a recuperar sus tierras y a reconectarse con esos saberes, le pregunta qué tan cerca estamos de esas posibilidades.
Para Óscar eso depende en gran medida de la voluntad política y del cumplimiento de la Ley 1448 del 2011 contemplada en los acuerdos pactados en el Proceso de Paz. “Fue la ley de restitución de tierras la que abrió un escenario muy fuerte a la hora de entender al campesino, al afro y al indígena despojado y desterrado de su tierra”. Lo primero, explica, es devolverles las tierras de las que se adueñaron los grupos armados y algunas empresas, pero también, agrega, hay que generar una reestructuración en la educación rural.
El acceso a la educación para las poblaciones rurales más alejadas sigue siendo muy precario. Para completar el bachillerato, muchas veces la única posibilidad que tienen los jóvenes es hacer largos viajes hasta el pueblo, pues en la vereda suele haber una sola escuela y hasta un único profesor para atender toda la primaria. También es urgente resolver las condiciones y garantías de los campesinos que se dedican al agro para que sus productos tengan una competencia justa en el mercado y les generen ganancias que les aseguren la subsistencia, lo cual llevan décadas
Emanuel Taborda es cocinero profesional, pero prescindió del traje de chef y de los restaurantes para dedicarse a la gestión cultural. Es creador del proyecto Cocina como Acción Social. “Hay algo que usted afirma y que a mí me encanta: la buena cocina es un derecho, no hay que ser rico para comer bien”, le dice Guillermo.
“Sí”, responde Emanuel, “no hay algo más democrático que el placer de comer”. Es un andariego de los barrios en los que se ha asentado gran parte de la población desplazada, y allí es adonde llega con los talleres de la Cocina como Acción Social. A medida que cocinan surgen conversaciones en las que salen los relatos de la vida rural, las recetas tradicionales que pasan de una generación a otra, los alimentos que se han ido olvidado y las historias de la cotidianidad citadina.
Emmanuel piensa que la cocina debería pensarse más como lo era en sus orígenes: desde los espacios públicos, comunitarios y sociales. “Se transforma en un espacio democrático, pues es un medio de encuentro; la cocina es al barrio, lo que el convite a la olla común”. Y ese poder de reunir a una comunidad, agrega Emmanuel, parte del tener un lenguaje afectivo con los alimentos, así es como se marca la diferencia entre el comer y alimentarse. “Uno puede comerse cualquier cosa; uno comiendo se come el mundo, la cosmogonía. La comida siempre ha sido el eje que permite un inagotable flujo de información”, dice.
En las décadas del 80, 90 e inicios del nuevo siglo, en Colombia aumentaron las cifras de desplazamiento forzado debido a los enfrentamientos entre las guerrillas, los paramilitares y el ejército; por el narcotráfico y, también, mega proyectos de hidroeléctricas. La llegada al suelo urbano implicó una nueva lucha: la del derecho a la ciudad. “Quienes llegamos a la ciudad, entendimos, en su momento, que no había manera de retornar. Al no haber manera de retornar, la ciudad se convirtió en el territorio. En ese territorio donde se podía reconstruir la vida, donde nos reencontramos con los vecinos y las vecinas”, comenta Óscar.
Ese nuevo territorio fue fundado por las mismas comunidades. Les dieron forma a esos barrios juntándose alrededor de la olla comunitaria, el convite, la minga. A medida que de la olla salían deliciosos efluvios, las laderas se fueron transformando en nuevos fragmentos de ciudad.
“El convite ha sido la manera para construir los barrios, para lograr algo en común: levantar la iglesia, la cancha, el parque… No es casual que hogar venga de hoguera, en la hoguera está el fuego, la transformación, lo que reúne, lo que convoca”, dice Emanuel. En esos barrios la frontera entre lo rural y urbano se funde en los colores de las fachadas, en la ropa que se seca al sol, en la tienda que ofrecen algunos productos tradicionales, en el billar que se llena de clientes al caer la tarde, en las puertas abiertas que dejan ver el interior de las casas, en los cálidos saludos entre vecinos. “Y si hay un lugar de la casa donde se siente el campo—apunta Emanuel—, es en la cocina”.
Mientras que en esos barrios muchos de sus pobladores mantienen vivas esas prácticas campesinas, en la Fundación Secretos para contar han visto cómo en el mismo campo se han ido perdiendo esos saberes, especialmente el de los alimentos. Vanessa piensa que eso ha sucedido, en parte, por la imposición de nuevos modelos de mercado que limitan al campesino a un único tipo de cultivo y van dejando de lado, en algunos casos, las huertas de pancoger. Eso se refleja en lo que comen ahora. Se ven menos hortalizas de la propia región y, en cambio, más fritos y harinas.
También han presenciado el retorno de varias comunidades campesinas a sus municipios. Sucedió con el caso de algunas veredas de San Carlos, en el oriente antioqueño. Allí, cuenta Vanessa, vieron cómo la gente volvía a reunirse para reconstruir sus poblados entorno a una olla comunitaria. “Eso es prueba de la sorprendente capacidad de resiliencia de esos pueblos”, dice.
La resiliencia, dice Óscar, sucede en la medida que se logra un proceso de memoria donde es fundamental mantener vivo el relato del origen, para poder rehacer y continuar el camino. “Hay que tener claro que muchas víctimas quisieran olvidar lo que les sucedió, pero hay un asunto muy necesario que es la memoria colectiva. Hay cosas en este país que no se deben olvidar para posibilitarle a las generaciones venideras que se piensen una Colombia distinta, un barrio distinto, y no vuelvan a repetir a historia”, dice.
El convite se ha convertido en una defensa de la memoria y del deseo de retorno. La olla común se llena con los ingredientes que puso cada una de las familias, por eso es un espacio de gozo, de compartir, de revivir las prácticas campesinas, pero también es un momento para la palabra, para pensar, reflexionar, “y charlar sobre lo que se tiene, lo que se ha perdido, lo que construye y reconstruye, lo que, por ningún motivo, se debe volver a perder”, comenta Vanessa.
Cuando cada familia pone algo para ese convite, una cuchara, un plato, un poco de arroz, aceite, frijol…, es como si recrearan juntos un refugio mayor, una cocina donde todos son bienvenidos. La cocina es el lugar del hogar donde entran todos los que son de la familia, los de confianza, los vecinos y vecinas que son, como bien se dice de las visitas queridas, de la casa.
“Cuando en los talleres la gente se reúne a conversar sobre memoria y territorio—cuenta Emmanuel—, se manifiesta una constante necesidad de representar cómo eran sus cocinas. Pasa también que muchas tiendas del barrio se vuelven despensas de esos productos típicos de esas poblaciones, así que es común ver que vendan longaniza, pasta de achiote, manteca…, productos que los hacen las mismas matronas, esas cocineras de toda la vida, que, con su hacer, desde el gusto, mantienen viva esa memoria campesina”.
Rescatar esas recetas tradicionales, comenta Guillermo, es parte de la construcción colectiva de la memoria en la medida que nos conectan con nuestros orígenes. Sin embargo, los mismos cambios que han producido las ciudades, epicentros de las industrias alimentarias, han provocado que algunos de esos alimentos se vayan olvidando o pierdan su valor, como le ha pasado, por ejemplo, a la cidra.
La cidra es un fruto que sale de una enredadera, con el que las abuelas hacen desde sopas hasta dulces. Y al ser un alimento que está tan al alcance de la mano, por su facilidad de cultivo, se le ha asociado con carencia, pobreza, con comida para animales. En el Foro Cocina como Acción Social del 2018, cuenta Emmanuel, le devolvieron a la cidra su corona. La designaron como el alimento invitado; además de hablar de su origen y sus bondades, difundieron recetas de todo tipo con la intención de que no quedara duda de su importancia para nuestra gastronomía.
Así como en Medellín lo han hecho con la cidra y otros alimentos nativos, Secretos para contar lo hace en el campo; sus libros se han convertido en una guía pedagógica para padres, maestros y campesinos. De ahí la importancia de documentar estos saberes y de fomentarlos a partir del trabajo de promoción de lectura, escritura y oralidad. El libro le da fuerza al conocimiento, pero es la palabra y el acto de encontrarse, lo que despierta esa potencia.
No puede volver a pasar, dice Vanessa, que una familia del campo, por perder esos saberes, aguante hambre o se alimente mal. No puede pasar, insiste, “que cuando están bajo la sombra de un inmenso árbol de chachafruto a punto doblar las ramas por el peso de sus frutos, solo por el desconocimiento de que ese fruto es puro alimento real, nutritivo, sea desplazado por comida procesada”. Es un sinsentido, continúa, que estando en plena despensa, los niños padezcan de malnutrición.
El trabajo ha dado su cosecha. Cada dos años, cuando regresan con los libros, las veredas se ponen de fiesta. Los campesinos desempolvan sus mejores vestidos y se encuentran para compartir las historias que están volviendo a brotar de la huerta de pancoger, de las recetas que habían quedado refundidas, de los relatos que cuentan, al caer el día, en los corredores de sus casas, con un chocolate caliente.
La cocina es una despensa de la memoria, un laboratorio para despertar los sentidos, y a través de ellos —probar un guiso, amasar el pan, revolver la sopa, embriagarnos de los olores que salen de la olla—, recibir un flujo enorme de información, despertar recuerdos y evocar nuestras raíces. Y una buena charla alrededor del fogón o de la mesa, es, como lo busca Secretos para contar y la Cocina como Acción Social, un nutrido diálogo de saberes, “un acto de amor a partir de la palabra”, dice Vanessa.
“Independiente de nuestros saberes, la cocina es un punto de convergencia, no se puede hablar de casa sino hay cocina”, comenta Emmanuel. “La cocina es el refugio”, agrega Oscar.
“Para terminar— dice Guillermo que como buen anfitrión y comensal jamás llega manivacío a ninguna charla—, les voy a leer unas coplitas colombianas: “Esto dijo la gallina cuando la iban a matar / este mal no tiene cura / ponga el agua a calentar”.
Revive esta conversación con Emmanuel, Vanessa, Óscar y Guillermo aquí:
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