Diásporas de la sexualidad humana y las palabras que nombran
En Estados Unidos, hasta bien entrada la década del setenta, ninguna persona que amara o deseara a alguien del mismo sexo podía manifestar su afecto en público, ni la más tímida caricia. Mucho menos podía vestirse con la ropa del género opuesto. Ser descubierto se pagaba con cárcel, despido laboral, aislamiento social, humillación pública, y hasta muerte. Eran etiquetados como gente con “conducta desordenada”. En ese país ser homosexual fue considerado enfermedad mental hasta 1973. En Latinoamérica, contarán más adelante los invitados de este Seminario Abierto del Observatorio, la situación no era distinta.
En medio del oscurantismo de esa época, había en New York un lugar donde se podía vivir fuera del clóset. Ese lugar era el Stonwell, ubicado en el centro de la parpadeante Greenwich Village. Era un bar de mala muerte, paredes curtidas y orinales pestilentes, cuya bondad, además de la buena música y los tragos baratos, era que cada quien podía ser libremente gay y permitirse amar y bailar con otro hombre en la pista, porque el bar tenía pista, lo que no era poca cosa por esos lares.
Fue en ese lugar -todavía está en pie y conserva su arquitectura- donde la noche del 28 de junio de 1969 ocurrieron los famosos disturbios de Stonwell entre agentes de la policía y un inflamado grupo de manifestantes que se sublevaron contra las agresiones de estos. Solían llegar en cualquier momento de la noche, apagaban la música, les daban porrazos y se llevaban a unos cuantos como escarnio para el resto, que se quedaban congelados del susto. Ninguno quería salir al día siguiente en la tapa del periódico local con la chapa de marica.
Pero esa veraniega noche de junio respondieron a esa fuerza con fuerza y con una espontánea barricada que, frente a la mirada estupefacta e iracunda de los agentes, bailaron y cantaron como protesta. La afrenta de aquel día, si bien no fue la única ni la primera, sirvió de mecha para el surgimiento de colectivos pro derechos de la comunidad LGTBI. Y en recuerdo de aquella noche calurosa, cada año, en las principales ciudades del mundo, se conmemora el Día Internacional de la Diversidad Sexual.
Es una manifestación global, pletórica de brillo, serpentina, color y música, que, sin perder su esencia política, se vive como una fiesta. El objetivo es celebrar la vida, la libertad de ser quien se es, recordar la increíble multiplicidad del ser. Esas luchas individuales y colectivas han logrado importantes modificaciones en las legislaciones de muchos países. En Colombia, algunos de estos logros, son, por ejemplo: la prohibición de la discriminación, en 1996; el reconocimiento de los derechos patrimoniales entre parejas del mismo sexo, en 2007; y, quizá uno de los más luchados, el del matrimonio, en 2016. Sin embargo, se siguen dando crímenes de odio, abusos sexuales y laborales, discriminación y todo tipo de ultrajes.Este año no habrá marchas. Estamos confinados (información válida para los lectores del futuro). Habrá mucho movimiento en redes, notas periodísticas e innumerables eventos virtuales: conversatorios, charlas, seminarios, trasmisiones en vivo… Como este seminario. Desde el Plan Ciudadano de Lectura, Escritura y Oralidad (PCLEO) creemos que leernos nos permite reconocernos como seres diversos y evaluar la manera como marcamos diferencias, sellamos límites, discriminamos, etiquetamos o encasillamos.
Durante esta charla, Guillermo Cardona, el moderador, conversará con Analú Laferal, travesti herbívora, investigadore independiete y artista del proyecto Eunuca; Isabel González, periodista feminista embajadora de Chica Poderosas (Ecuador) y La Safari, trans, trabajadora de calle. Los tres primeros hablan desde sus casas; la cuarta, La Safari, desde un albergue público para personas de la tercera edad, aunque, en realidad, no revele, ni aun teniendo el cabello corto y salpicado de canas, una edad tan avanzada.
Guillermo retoma el tema de la manifestación, dice que la de mañana será la número 52 y la primera que se hará virtual. “Es un evento importante porque pretende reivindicar que los derechos humanos son universales y que no dependen de la orientación sexual o la identidad de género de los individuos”, apunta. También recuerda, a propósito del nombre de este encuentro, que el PCLEO tiene un nombre: las palabras funcionan.
Isabel, el largo cabello ondulado y rojizo, como marco de fuego para su rostro delicado, empieza con una invitación. Qué tal, dice, si reemplazamos la segunda palabra o el adjetivo indefinido todos por una e: “incomodarnos un poquito, ponernos en los zapatos de todes”, dice, desde su casa, en Quito, Ecuador, donde vive hace casi diez años. Aunque los defensores de la lengua se rasguen las vestiduras y digan que todos es neutro y que no tiene nada que ver con la presencia de hombres o mujeres, todes desea cuestionar la determinación de género.
Vamos intentarlo en esta memoria. Vamos a vigilar si nos vence el pudor o el hábito.
La reflexión sobre la diversidad sexual, amplía Isabel, ahora está más allá de reconocer la diversidad misma. La discusión actual cuestiona la necesidad de determinar algo, de ponerle un nombre; de ahí que cada vez más personas se denominen no binarie. Sin género. Un cambio epistemológico de algo que la cultura queer viene comunicando hace más de treinta años. “Cuando decimos todos”, continúa Isabel, “estamos afirmando que quienes no caben ahí, no existen”.
“El lenguaje no es estático, no es una pieza de museo, no es monolítico. Se adapta a la realidad que tiene que nombrar. Durante este tiempo, la RAE y los grandes defensores del idioma nos han dado mucha varilla porque estamos entorpeciendo el idioma, pero creo que tenemos una intención muy clara. Aparte de la corrección política, se trata de entender lo incómodo que puede ser para alguien no binarie tener que estar en una categoría a la que no corresponde”, concluye Isabel.
Anulú Laferal es une punky rubie de ojos claros, el flequillo recto, muy corto, el pecho y los brazos blancos, fibrosos, llenos de tatuajes. Les diría a quienes se escandalizan con la marcha: “Si esto les incomoda es porque también les incomoda que existamos”. Que son los mismos a los que les disgusta la desnudez de quien se cambia de sexo; les molesta la cualidad volátil de lo andrógino, les asusta aquello que no puede clasificarse, que muestren con absoluta desenvoltura sus formas contundentes, que rompan los cánones de la belleza, que vayan cuales dioses, en la tarima de una carroza.
Reniegan de los pechos voluptuosos, en diminutos y escarchados bikinis, esculpidos en un quirófano para un cuerpo que nació M; tampoco aprueban los finos rostros con barbas primorosas, ni las axilas ni las piernas peludas en cuerpos de suaves formas nacidas F. No entienden. No les cala en la cabeza que esto sea posible, que el cuerpo pueda ser, y que lo es, un terreno para lo absoluto y lo relativo. Un lugar de dos polos: femenino y masculino. El cuerpo como vehículo para la existencia, y como un lienzo artístico-político.
“Esa desnudez—dice Analú—, es un logro estético, pero también es un grito político, es abrirse su lugar en el mundo. Para una trans, ponerse tetas, culo, inyectarse de silicona en los labios, tomar hormonas…, todo eso a riesgo propio, sin un sistema de salud que las respalde, es una conquista. Se trata de una celebración que busca mostrar el cuerpo mismo, que lo admiren, porque eso es lo lindo de la sexualidad y del cuerpo, que está ahí, que se ve, que lo hemos construido a pesar de que nos cueste y les haya costado la vida a muchas compañeras”.
Mientras que en Estados Unidos, durante finales de la década del 60, empezaron esas manifestaciones, propulsadas por el ambiente de la generación beat, las luchas de la población afro y las protestas contras la guerra de Vietnam…, en Suramérica también se hacía sentir el movimiento de liberación homosexual. En el que, anota Analú, “participaban muchas personas que se reconocían como feministas”. Sucedió en diferentes lugares del mundo. Sintonizados por la misma causa, las mal llamadas minorías se estaban sublevando, rompiendo un mutismo de siglos, hablándole al patriarcado.
La Safari aproxima la cara a la cámara de su celular, tanto que el ángulo en picada exagera la redondez de su barrilla y nariz trigueña. Dice sí, la marcha es un jolgorio, lo es, y cómo no va a serlo, “si dentro de nuestro ser eso somos la mayoría. Personas alegres, desinhibidas…, pero no como a veces nos muestran en la sociedad, desde nuestro cuerpo, estado o condición, no”. Safari tiene 63 años, más de la mitad los ha vivido sin techo fijo y rebuscándose la subsistencia con trabajos informales, que han variado a medida que, dice, se hace vieja.
“Yo ya soy una marica vieja”, comenta sin afección, y estar viva para decirlo no ha sido poca cosa. Unos días antes de esta charla, nos compartió su biografía:
Mi nombre es Luis Evelio Hernández. Algunos me dicen Lucho y entre la población trans me conocen como La Safari. De Medellín. Tengo 63 años. Con mucha experiencia y conocimientos de la vida, pero sin formación académica. Salí de mi casa desde los 12 años y me fui para donde una tía hasta los 17, cuando comencé a trabajar en la calle. Y de eso viví mucho tiempo. Hasta que la calle ya no daba más y tuve que cambiar mi forma de vida. Actualmente vivo en un albergue. En esto del mundo trans hoy hay mucha más libertad. Hoy es muy distinto. Porque en mi juventud, decir yo soy gay, te podía meter en problemas. Ser trans por allá en los años 70 era ilegal, eso solo daba para un canazo de 30 días en La Ladera. Y a muchas compañeras las golpearon, a muchas las mataron como si fueran animales. Es decir, nadie se podría imaginar lo que le tocó hacer a esta humilde persona para sobrevivir, en los tiempos de La Bayadera, Las Camelias, Lovaina, Guayaquil, Niquitao, de cuando recién se fundó el sector de La Raza. Unos momentos irrepetibles, pero que quedan marcados por la situación que se vivía en ese tiempo, si la comparamos con la situación que tienen hoy nuestras compañeras.
…Marica. Una palabra que vibra, grave, que suena bueno, aunque haya sido ene veces usada como puñal; una palabra que les maricas recogieron del suelo y se la pusieron en sus labios, en blusas estampadas, en las letras de las canciones, en títulos de libros. Marica se volvió arenga, por expresiva y sonora. Marica y orgullosa.
La primera marcha a la que asistió La Safari fue a la del 2010, en Bogotá. “Me dio mucha alegría porque en el año 75, cuando yo era un pelado de 18, decir que uno era gay era un delito gravísimo. Daba como pa 30 días en la cárcel. Era una condición horrible, horripilante, te podían azotar y dar palo, tratarte como a un delincuente. Entonces viendo esa situación, como me tocó a mí, una marcha es una alegría, una expresión plena, ¿sí me entendés?”, dice hablándole a Guillermo.
La Safari no va al mismo ritmo de la marcha, ella va contracorriente. Marcha dentro de la marcha, como una observadora extasiada, pensando qué bueno que eso les hubiera tocado a sus amigas.
Durante sus estudios de pregrado en periodismo, a Isabel le tocó, una y otra vez, el mismo debate sobre la objetividad y la subjetividad. Ponderaba la idea de que un “buen periodista” no debía opinar ni mostrar su punto de vista, no debía aparecer en escena a menos de que fuera estrictamente necesario y, mucho menos, tomar postura. Entonces, dice Isabel, “tenemos que extinguir lo que somos en los contenidos que producimos. Y en ese sentido, estaríamos perdiendo también parte de lo que somos en la realidad que narramos”.
Viajó a Ecuador hace diez años a estudiar una maestría en antropología visual y documental. Se quedó a vivir en ese país volcánico. A medida que empezó a conocer nuevos colegas, descubrió otras perspectivas del oficio que la hicieron desaprender lo que le había dicho sobre la objetividad.
En el periodismo, el que ella haría en adelante desde que empezó a trabajar con colectivos de diversidad sexual, es necesario y consecuente asumir una postura, especialmente cuando se escribe sobre diversidad, feminismo, migración; temas sobre los que Isabel lee, investiga, reportea, escribe, publica y hace activismo con los colectivos: Sentimos Diverso, Chicas Poderosas Ecuador y Corredores Migratorios. Lo suyo es el periodismo que abriga una causa, “un periodismo colaborativo que desmonta la idea autoral para contar una historia colectiva”.
En Sentimos Diverso empezó, dice, un tránsito epistemológico que la condujo a reconocerse como feminista comprometida en narrar esas realidades llenas de desigualdades. “Esas narrativas y esas representaciones que hemos hecho de la diversidad en general, desde las mujeres o desde las personas migrantes, en particular, permite que muchas más personas se expresen y tengan un lugar en el mundo”.
Analú coincide con Isabel en ese primer encuentro con la autodeterminación. “Yo inicio este viaje, el de abandonar lo que se me había asignado naturalmente, gracias al feminismo. Me reconozco en esa disidencia como una decisión política que termina de encarnarse en mí y que busca derrumbar ese régimen patriarcal”.
Dice también que estudió ciencia política por ser una profunda curiosa del poder, tema que ha abordado desde la academia y el arte. Analú hace performace con Eunuca, su colectivo. En lo performático pone sus demandas, plantea reivindicaciones. “Me adueño de los lenguajes artísticos para poner el mensaje político de otra manera. Eso ha servido para poder plantear, en la ciudad y en ciertos escenarios, debates significativos como los crímenes de odio y la violencia por prejuicios”.
“Mira cómo se expresan de bueno Analú e Isabel, unas personas que estudiaron, ¿tú crees que uno en ese momento podía estudiar? Noooo. Imagínate que yo empecé a estudiar en Liceo Marco Fidel Suárez, pero el rector era un militar retirado y no le gustó nuestra forma, nuestra apariencia. Además, descubrió que éramos homosexuales y nos mandó a retirar. Ahí fue donde yo perdí la posibilidad de estudiar y de capacitarme”, cuenta La Safari. Y sigue: “Que rico para las nuevas generaciones que tienen esos derroteros tan hechos para marcar pautas… Eso es bello porque da a entender que la ciudad, la gente, las instituciones van madurando. Una cuestión es lo que nosotros podamos aceptar a través de las palabras y de los hechos, pero si las instituciones no dan ese paso, no podremos avanzar”.
Su papá era un señor severo y machista que repetía: “el día que me salga un hijo marica, yo mato a ese h de p”. La Safari tenía 14, estaba asustada. Pensaba: “Si eso dice mi papá, qué dirá la gente en la calle”. Se fue de su casa sin tener otra casa dónde empezar, sin un refugio para el miedo. En la calle se hizo prostituta, la calle la limó, la vio crecer, le enseñó todo lo que ahora sabe; en la calle fue azotada y vio cómo les daban azote a sus compañeras, hasta matarlas, cuenta, como mataban a los perros.
Cuenta que en su época solo había dos opciones de trabajo: ser prostituta o peluquera. “No había otra forma de vivir, pero hoy en día mis compañeros se pueden preparar de una forma u otra, las instituciones les dan la forma para que ellos estudien y eso es bello porque da a entender que hemos madurado como sociedad. Acá, desde la tribuna, me alegra verlo en alma y en el corazón”.
“Con seguridad, Safari, que tu experiencia ha contribuido para que esto sea posible”, le dice Guillermo, quien, tras una pausa de silencio, saca el fragmento de una prosa:
No puedo evitar preguntarme, una y otra vez, si nuestros recuerdos más antiguos, esos que recorren nuestra vida con tanta nitidez, mientras que otros miles de momentos, tal vez más importantes, han abandonado nuestra memoria, si, así mismo, los sueños que nos obsesionan por su claridad y que parecen, además, formados por la misma substancia de nuestros recuerdos obsesivos, no son sino una especie de juego, una prueba que tenemos que superar en esta inexplicable aventura de la vida. Tal vez el latido de nuestro corazón no sea sino el metrónomo que mide el tiempo que nos conceden para encontrar la respuesta.
“¿Cómo fue ese momento en el que ustedes se dieron/reconocieron que eran diferentes, que querían vivir y ser de otra manera y que no querían ocultarse?”, les pregunta Guillermo.
En el caso de Isabel coincidió con la llegada a Ecuador. Cuando entró a los colectivos que trabajan por los derechos con enfoque de género. “Me di cuenta de que había muchas cosas a las que yo no les había puesto nombre y que encajaban en los feminismos. Fue en estas prácticas de resistencia, en esta intención de contar e impulsar cierto cambio social y cultural, cuando empecé esa autoidentificación, y a hacerme muchas preguntas sobre el por qué el periodismo nos negaba la oportunidad de autodeterminarnos y de contar quiénes éramos las personas que lo hacíamos.
Esas reflexiones tomaron forma en el colectivo de periodistas Chicas Poderosas. Actualmente ella es la embajadora de este colectivo en Ecuador. Isabel apunta que si bien se ha avanzado en ese tema de los derechos, todavía quedan muchos pendientes. Ella misma se siente recelada cuando dice que es periodista feminista, especialmente entre colegas. Pero es, afirmándolo como interpela al periodismo tradicional, el aséptico y distante.
“Me parece muy importante hablar de las personas trans porque son quienes siempre han puesto el cuerpo. Son quienes se han puesto en evidencia y por eso han sufrido tantos señalamientos, porque son formas que directamente interpelan, no se van por las ramas. ¿Cuántas veces, Guillermo, te has preguntado por qué eres heterosexual? Yo empecé a hacerme esas preguntas cuando conocí a las compañeras de las disidencias sexuales. Y a darme cuenta de que la construcción de mujer que soy, es justo eso, una construcción, un aprendizaje bajo unas lógicas y un sistema que modela las formas en que pensamos, nos vemos e interactuamos”.
Analú, por su parte, no recuerda un día en particular. Fue un proceso que empezó con el feminismo, pero quizás fue mucho antes, piensa, desde esos momentos en los que se sentía en la obligación de explicar por qué ella no era un chiste.
Esos pensamientos encontraron un lugar: un semillero de investigación universitario. Además del feminismo se estudiaba lo queer. En esas teorías fue encontrando material para comprender su propia experiencia, esa de sentirse constantemente en duda, esa de querer reconocer, saber y explorar lo trans en una sociedad donde esa información le llegaba por la televisión: “la primera trans que yo conocí fue Laica (personaje) de Los Reyes (telenovela colombiana)”.
Conoció a otras personas trans, muchas de ella como La Safari, que no habían pasado por la academia. “Y así empecé a conocer un montón de argumentos de vida. Esos saberes y enseñanzas me permitieron reconocer que yo podía estar en este lugar, pensándome, porque ellas habían estado antes en la calle poniendo el cuerpo y la vida. Eso me llenó de puro amor”.
Un amor lúcido para comprender que no es la única transitando por una experiencia que no tiene formas precisas. Un amor que le dio templanza para confrontar los círculos más complejos, no el de su familia, dice, porque la han apoyado en todo, sino el laboral. “A pesar de todos los avances, conseguir trabajo es difícil, pasar un proceso de selección… aparte yo me cambié el nombre y me toca todo el tiempo andar explicándolo”.
En España, durante la Edad Media, marica o mariquita, era el diminutivo de María. Y por extensión, por metonimia, también se nombraba así a todas las mujeres. Si alguien decía: ‘ahí vienen tres maricas’, quería decir que ahí venían tres mujeres. El término marica también se usó para nombrar las marionetas. En el siglo XVIII apareció en el diccionario de la RAE como: hombre afeminado y de pocos bríos que se dejan supeditar y manejar por los inferiores.
“No tenía ni siquiera una referencia a la abstracción sexual. Apenas en el siglo XIX empezó a designar a las personas que tienen sexo con miembros de su mismo género o como sinónimo de sodomita. Sin embargo, la palabra ha llegado a ser tan de uso común que recuerdo a una señora en Bogotá que me decía que antes los chicos se llamaban Juan Camilo, Esteban, Santiago, y que hoy todos se llaman marica, porque todos se dicen: ¡Hola, marica!, ¡chao, marica…!”, cuenta Guillermo.
La evolución y viaje de estas palabras que se han usado para definir una orientación sexual, muestran cómo algunas nacieron para denigrar, pero que, con el tiempo, cambiaron de sentido y terminaron integrándose al lenguaje común.
En la Medellín provinciana de los 80, marica era un insulto. Al que se lo gritaran en la calle, le podían dar una paliza, y en lugares populosos como la vieja Plaza de Mercado El Pedrero, una lapidación con frutas putrefactas.
Al principio, queer también era una ofensa, lo queer se contraponía a lo gay. “El gay era un sujeto con unos privilegios materiales, raciales muy claros, y la persona queer era aquella que, además de su orientación sexual, también era negra o mestiza, migrante y de clase baja. Lo queer en el contexto anglosajón se podría comparar con el concepto de ‘maricas charras’ que había en Latinoamérica en los 80”, explica Analú.
El gay era el burgués que quería ser aceptado en la sociedad y para obtener su aprobación se comportaba como el heterosexual promedio cuyos ideales se aupaban con el capitalismo rampante del momento: tener un carro último modelo, un trabajo exitoso y una familia. Lo queer era la digresión, aquello que no buscaba ser encasillado ni resocializado ni disfrazado, lo queer era una posición política.
Lo queer absorbía el desprecio social por la pandemia del VIH. Analú continúa: “Se le llegó a llamar el cáncer homosexual. Las personas homosexuales creían que solo les daba a ellas. Había una disputa por la supervivencia y las organizaciones que luchaban por los derechos de las personas queer, le exigían al Estado atenderlas porque se estaban muriendo en ese cruce de enfermedad, pobreza y deseo. Lo queer era otro bando, por llamarlo de algún modo, uno donde asumir y defender la sexualidad era una cuestión política, que no quería, en absoluto, ser como esa figura del gay que respondía al modelo del capitalismo y la derecha”.
También en Suramérica se vivía esa crisis, pero lo queer en este contexto era la “loca del barrio”. La loca del barrio, vinieron a reconocer artistas, escritores y activistas que se sumaron en la defensa de los derechos universales, fueron la figura política de un momento en que la masculinidad estaba a tope con las dictaduras militares. Desde entonces, también en Latinoamérica existe todo un movimiento de disidencias sexuales y de género que se llaman cueer con c.
Lo queer/cueer plantea una utopía: abolir el género mismo. Un mundo donde ya no se trate de reivindicar si es o no binario o LGTBI, un mundo donde nadie nace dominado por género ni se le enseña a dominar bajo este. Desde esa perspectiva, el género binario asignado obligatoriamente al nacer es lo que está sosteniendo ese orden heterosexual.
“Yo veo en lo cueer una defensa clara por el buen vivir. Es decir, no se trata solo de que se reconozca que tengo una orientación sexual diferente, sino que, justamente, porque esa identidad también me ha llevado a la tristeza de no poder conseguir trabajo, no poder estudiar, no poder tener una pareja…, caminamos hacia a defender la vida, a poder tener todo eso, y no solamente defender una orientación sexual”, dice Analú.
“Sí, finalmente eso es lo que buscamos en el reconocimiento de lo que somos, que podamos vivir sin importar cuál sea nuestra orientación sexual, que no haya tantas barreras para que uno pueda desarrollar libremente su personalidad”, agrega Isabel.
No maltratar, no dominar, no discriminar a nada ni a nadie, no usar la violencia ni el miedo, no ver a los demás como si fueran nuestra propiedad. No explotar a nada ni a nadie. Eso es lo cueer. Lo cueer, la celebración amorosa de la vida, dirá La Safari. Lo cueer es la armonía de lo femenino y lo masculino. La común unión con el otre. Es una fiesta donde nadie se queda por fuera.
¿Quieres revivir esta conversación? En este enlace podrás reproducir la charla de las Diásporas de la sexualidad humana y las palabras que la nombran