Ser una gran oreja para leer: La guerra no tiene rostro de mujer
Este libro es lento e incómodo para la historia, para los “héroes”, para el pensamiento patriarcal, para la Victoria. Es una lectura que se interrumpe en varios momentos para suspirar, mirar hacia otro lado, ponerse de pie y hacer otra cosa. En estas páginas, el horror no es un género literario, es la realidad: hechos desnudos que se entremezclan, también, con la ternura.
Leerlo requiere una disposición de escucha. El lector se vuelve oídos para una polifonía de voces: testimonios de mujeres que combatieron como soldados del Ejército Rojo o como partisanas en la Segunda Guerra Mundial.
Este libro, fruto de la tenacidad, de recorrer por muchos años la ex Unión Soviética –y como diría Chejov: “De unos buenos zapatos y cuaderno de notas”–, reúne por primera vez historias publicadas casi cuatro décadas después de la guerra. Sus narradoras son ya mujeres adultas, ancianas, la mayoría abuelas.
Esta obra le otorga todo el valor a la palabra, a la memoria del individuo, al hombre pequeño, como dijo la autora, Svetlana Alexiévich, cuando la censuraron por mostrar el lado B de la historia de la guerra.
Son 365 páginas en las que se condensa la oscuridad: el odio, la codicia, el absurdo, los más bajos instintos, el fanatismo; la guerra que se devora al tiempo, a la belleza, a la juventud; y condesan, muy especialmente, el alma femenina que persiste, imagina, siente, crea, como obstinado brote en un árbol cortado al ras.
Las pocas y breves intervenciones de la autora introducen los capítulos y ciertos testimonios con una voz íntima, compartiéndonos sus propias emociones, pensamientos, experiencias, pero retirándose para darle la palabra a quienes por muchos años guardaron silencio.
Ella está ahí, como marca de agua, está en lo que selecciona, en cómo lo ordena y clasifica, cómo lo titula; ella está en ese método salvaje que se adentra en lo profundo de una cuestión sin fin, guiada por la certeza de ser una historiadora del alma.
“¿Volveré a escuchar alguna vez el susurro del trigo?”, se pregunta una de las relatoras, lo hace para sí misma, aunque Alexiévich esté ahí, ante sus ojos. “Mientras duró la guerra, yo no reflexionaba, pero después comencé a pensar. A rebobinar…”, dice otra.
De la guerra no le interesan los conceptos ni las cifras ni los datos históricos; estos aparecen apenas en algunas notas de pie de página. Le importa ver lo que ellas vieron en el frente: el lobo que aúlla, los árboles incendiados, las margaritas abriéndose en la primavera, los colores de la tierra, el rostro del hijo que dejaron en casa, la foto de un amor perdido, los versos en la trinchera, los charcos de menstruación en el suelo, los pájaros congelados en el aire.
Las mujeres cuentan los motivos por los que fueron al frente, que van desde el hambre y el romanticismo revolucionario hasta la pasión y la vanidad; a la vez, no se guardan el horror ante la mugre, la sangre y la fealdad.
Mucho de lo que narran tiene que ver con cómo les quisieron hacer creer que no eran mujeres sino soldados. “Volverá a ser mujer después de la guerra”, le dijo un alto mando a una peluquera que le cortaba el cabello a una chica. Pero también las cortejaron, les hicieron promesas, las enamoraron, las violaron, las preñaron, las olvidaron.
Estaban aterrados al verlas guerrear, estoicas ante el dolor, excelentes tiradoras, zapadoras, pilotos, conductoras de tanques… Los hombres se sentían culpables, las trataban como débiles mentales o con repugnancia, pero también hubo, y no pocos, los que se sintieron admirados, agradecidos, transformados y hasta salvados por ellas.
Hay relatos tan conmovedores como escalofriantes, con frases llenas de sabiduría: “nunca llegas a conocer tu corazón”; “yo estaba feliz porque no era capaz de odiar”; “somos tiempo de camino y de conversaciones”; “un muerto pesa más que un vivo”.
Y está, en todo el libro, la pegunta permanente por la memoria, cómo nos hemos narrado, qué decidimos revelar, olvidar, maquillar: ¿qué guion estamos siguiendo?, ¿para qué?, ¿qué ha significado lo vivido? En varias ocasiones, Alexievich se encontró con un muro al que llamó autocontrol, de repente, ellas se ponían tensas y distantes, escondiendo sus más íntimas impresiones.
También son parte del libro esos relatos cuidadosamente armados. El relato a gusto de las ideas, de “los ganadores” de esa Victoria no tan victoriosa que hace que, cada 9 de mayo, un pueblo llore porque “todo es igual”.
Hasta el último relato se puede sentir que este libro desarma, como una madre que se conmueve ante el dolor de otra madre del bando enemigo; como un soldado que da al soldado prisionero una parte de sus gachas luego de sazonarlas con mantequilla. No hay relato en el que no haya amor.
Una breve declaración, que cierra uno de los testimonios, podría sintetizar por qué leer La guerra no tiene rostro de mujer: “Yo, Sofía Kuntsevich, he venido hasta aquí para matar la guerra”.