El origen de nuestros propios sellos editoriales
Luego de pasar una temporada inmersa en los estudios literarios del siglo XIX, Ana María Agudelo, doctora por la Facultad de Letras de la UBA y magíster en literatura colombiana de la UdeA, se unió a una investigación acerca del origen del libro, la edición y las editoriales en Colombia. Sobre sus hallazgos se enfoca esta charla del Colaboratorio, dándonos línea para entender y valorar la existencia de nuestros propios sellos.
La conversación guiada por Guillermo Cardona es un breve pero provechoso viaje que inicia con la historia de los primeros libros importados de otros continentes, objetos extraordinarios que, poco a poco, conquistarían nuestra vida diaria. En ese recorrido contemplan las primeras imprentas, los periódicos en el siglo XIX, la élite letrada, las campañas y proyectos de popularización de la lectura que surgieron en el siglo XX, la profesionalización del oficio de editor y de escritor, la creación de colecciones con fines divulgativos, la aparición de las primeras editoriales colombianas, el boom de la imprenta en los años 80 y la profusión actual de pequeñas editoriales independientes.
“En el siglo XIX, en lo que hoy denominamos Colombia, tener una biblioteca era una marca de prestigio”, dice Ana María. Y era un tema, como muchísimos otros, de dominio masculino; solo los hombres tenían derecho a estudiar, elegir gobernantes y administrar propiedades. “Las mujeres, entonces, ¿no estaban ahí?”, pregunta Guillermo refiriéndose al movimiento literario de la época.
Sí estaban. Uno de los hallazgos de su investigación fueron las firmas femeninas en los contenidos literarios que rastreó en la prensa del XIX; los periódicos, antes que los libros, fueron los primeros medios para publicar poemas, cuentos, novelas por entrega. En esa búsqueda encontró recurrentemente a Josefa Acevedo de Gómez. Luego se dio cuenta de que la escritora bogotana había publicado nueve libros en vida, un récord incluso en esta época.
Entonces una escritora era algo bastante fuera de lo común, lo suficiente como para ser más temida que respetada. Y quizás por eso, doña Josefa, piensa Ana María, se alejó del “rancio abolengo capitalino”. Tampoco representó un sacrificio personal, ella prefirió el campo, desde donde escribió sus best sellers. Muchos de esos primeros libros publicados a finales del XIX y principios del XX fueron impresos en países como Bruselas. Las pocas imprentas que había en Colombia estaban en manos de la Iglesia o de los periódicos.
El siglo XX trajo más imprentas. Gran parte eran saldos con tipografías en otros idiomas, como el acento grave del francés; rápidamente aumentaron las publicaciones periódicas, aparecieron las primeras editoriales colombianas y surgieron proyectos pioneros en la popularización de la lectura para combatir “el analfabetismo y culturizar el vulgo”.
Se pusieron de moda las colecciones para difundir la obra de los clásicos coloniales y de los costumbristas. Sin embargo, Ana María apunta que “esa selección pasaba por el filtro moralista del pensamiento decimonónico que imperó fuertemente hasta casi mitad del siglo XX”.
Una de esas colecciones ejemplares fue la de Samper Ortega, que daría lugar a la Biblioteca Aldeana, un proceso de promoción de lectura impulsado por el Estado, hijo de las políticas liberales de la época. Estas iniciativas se conjugaron con otras situaciones: el acceso a la educación superior, la Ley Esmeralda y el surgimiento de las primeras editoriales como Ediciones Colombia, Espiral, Tercer Mundo, Norma, Áncora, Bedut, Oveja Negra.
Desde entonces, la vida del libro ha ido floreciendo a la par del talento literario. Hay cada vez más escritores y escritoras, y oficios y profesiones de la producción editorial: el librero, el bibliotecario, el promotor de lectura, el diseñador, el maquetador, el traductor…
A pesar de la masificación del libro, en Colombia sigue siendo un objeto costoso, casi un lujo. Poseer una biblioteca personal no está tan lejos de ese signo de prestigio que era en el siglo XIX, a pesar de que hoy hay una gran diversidad editoriales que van desde las multinacionales, pasando por las universitarias, las políticas, las religiosas, hasta las independientes.
Ana María es una entusiasta de la bibliodiversidad, así define esa la variada oferta editorial del mercado. Ella se inclina por las editoriales independientes, que casi siempre se distinguen por hacer libros con un cuidadoso proceso en el que editores y autores suelen trabajar muy de la mano.
Al concluir la charla, además de invitarnos a visitar las bibliotecas públicas y sus colecciones especializadas, Ana María nos anima a apoyar a las editoriales y autores locales, nos invita a atrevernos a adquirir un libro de un autor desconocido, a dejarnos sorprender por la cosecha creativa de nuestro entorno.
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