
Para Pilar Ternera, no había ningún misterio en el corazón de un Buendía que fuera impenetrable, porque un siglo de naipes y experiencias le habían enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje (480). La baraja, en este caso, acertó parcialmente en su vaticinio, pues sin duda alguna este pasaje, aunque es una de las mejores apreciaciones de la repetición desbordada de los Buendía, se equivoca en una sola cosa: A pesar del sentencioso punto final con el que Márquez le da término a Cien años de soledad, la historia de los Buendía continua atrapada en su eterno retorno. En este mismo instante Aureliano Babilonia acaba de descifrar los manuscritos de Melquíades, reconociéndose víctima de un destino heredado que se extiende a lo largo de toda la estirpe, fatalidad que culmina en el signo torcido de una cola de cerdo.

Sin embargo, la rueda continúa girando en el tiempo mítico de los pergaminos escritos en un presente que se sucede de forma infinita: «El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas»(Márquez 502). De inmediato salta a nuestra vista el tiempo verbal en que se descifra la sentencia; veremos que se escapa de la linealidad convencional de los hombres. Un siglo entero condensado en un solo instante. La muerte de José Arcadio bajo la sombra del castaño es paralela a la devoración brutal del último Buendía, concurrencia de tiempos que solo sería posible a través del lenguaje y la lectura final de los manuscritos.
Como ocurre dentro del conocido relato «La continuidad de los parques» de Julio Cortázar; Aureliano Babilonia, marcado bajo el signo hereditario de la soledad, es lector perpetuo de su propia tragedia eternamente presente y simultánea. El tiempo de los manuscritos y el presente devastador pasan a ser uno solo: «Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado.” (Márquez 504).
Macondo, la ciudad de los espejismos puebla la realidad con sus fantasmas, con una estirpe ficcional que se repite en una serie de reflejos infinitos sobre un pueblo volátil de realidades alucinantes, que es arrasado por el viento.
En este punto de la novela, la lectura y la escritura cobran una gran importancia frente a la construcción trágica de Cien años de soledad. Aureliano como el Quijote, es lector y personaje de su propia historia, pues a través del reconocimiento en el papel se encuentra fatalmente con un destino que ya estaba escrito. A la manera de Edipo, la anagnórisis de Aureliano como hijo de Renata y Mauricio Babilonia, es crucial en el entramado pasional de la novela. Aureliano es entonces, un personaje de profundo contraste, que solo llega a conocer el mundo a través de sus lecturas y la sabiduría que ha adquirido es proporcional al gran desconocimiento que tiene sobre sí mismo.
Retornemos tan solo por un momento a la baraja de naipes, donde Pilar Ternera advierte el desgaste progresivo del eje. En efecto, ya para ese entonces Úrsula Iguarán y Fernanda del Carpio habían fallecido, y de Santa Sofía de la Piedad no había rastro alguno. El olvido devora lentamente la casa en donde se da rienda suelta a una serie de paraísos decadentes. José Arcadio, sin duda alguna, inaugura el primero con su fiesta orgiástica de niños desnudos; El segundo aparece con la pasión desbordada entre Aureliano y Amaranta Úrsula donde todo se reduce a un amor salvaje que se consume entre las hormigas, amor que al adquirir tintes primitivos se distancia del origen luminoso de Macondo en los tiempos del Génesis. De este modo veremos trastocado el ideal de paraíso edénico con la inminente desintegración de Macondo que llega a tomar proporciones bíblicas.

Como ya había advertido Reinaldo Arenas en su ensayo «En la ciudad de los espejismos», » Cien años de soledad está enmarcada dentro de una concepción bíblica, comenzando, como es lógico, por el surgimiento del mundo, pasando luego por el diluvio, los vientos proféticos, las plagas, las guerras y las variadas calamidades que azotan (y azotarán) al hombre, culminando, desde luego, con el Apocalipsis» (134). Lo que en este caso salta a la vista del lector, serán las condiciones inusuales con que la novela nos presenta el deterioro de Macondo, pues Cien años de soledad concluye, del mismo modo como inicia, con una visión paradisiaca del mundo donde los personajes son dominados por sus pasiones, por una ingenuidad que les hace ignorar el mal.
Dentro de esta ingenuidad, encontramos el olvido, la ignorancia de los amantes que esperan el nacimiento del último descendiente de los Buendía, símbolo de esperanza, recipiente y purificador de la estirpe: «A través de las lágrimas Amaranta Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Aracadios, con los ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la estirpe otra vez desde el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solitaria»(Márquez 498). Es solo tras haber develado los pergaminos que Aureliano reconocerá el fatal signo de la cola de cerdo en su primogénito, condena que paradójicamente es la primera y la última junto a la soledad que atraviesa toda la novela desde el recuerdo y el vaticinio.
El final de Cien años de soledad se nos presenta en apariencia categórico, la repetición sintomática de los Buendía parece ser un hecho terminante; por otro lado los pergaminos prolongan eternamente la simultaneidad del relato. A través un gesto circular los manuscritos ponen en crisis la barrera entre la realidad y la ficción. Como en el juego Cervantino un signo de interrogación se dibuja en la página en blanco: ¿Por qué nos inquieta que Aureliano Babilonia sea lector de su propia historia? «¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las mil y una noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet?»(Borges 49), ¿No será acaso porque nosotros como lectores nos preguntamos, al igual que Aureliano Babilonia, sobre nuestra propia condición ficcional?
Tal disertación sugiere un quiebre entre la escritura y esta «realidad» que por un momento dejamos en entredicho al leer una novela. Por ello mismo, cuando encontramos dentro de Cien años de soledad un personaje que a su vez es lector, como nosotros este ha de recordar constantemente su condición ficcional en vista de que su destino fue primero labrado en el papel. Asistimos entonces con Cien años de soledad, a una realidad que continúa repitiéndose en el infinito reflejo de los pergaminos, incluso cuando la estirpe de los Buendía jamás encontrará otra oportunidad sobre la tierra.
Referencias
- Arenas, Reinaldo. «La ciudad de los espejismos». Casa de las Américas 48 (1968) : 134-138.
- Borges, Jorge Luis. Otras Inquisiciones. Bogotá: Biblioteca El Tiempo, 2010.
- García Márquez, Gabriel. Cien Años de Soledad. Colombia: Literatura Random House, 2014.