La biblioteca, en su interés por dinamizar aspectos sociales, culturales y la memoria del corregimiento de Santa Elena, presenta el siguiente escrito elaborado por uno de los integrantes del grupo de investigación “Reconociéndonos. Memorias de Santa Elena” que genera contenidos sobre el territorio. En esta ocasión podrán conocer una propuesta de memoria, que busca recordar, vivir y nunca olvidar.

Agradecemos a Marta Chavarriaga, Jorge Alberto Hernández, Betty de la Pava, Gladys Rojas y demás personas que han acompañado este proceso de investigación que busca la difusión y apropiación de la memoria del corregimiento de Santa Elena.

Cerca al parque de Santa Elena, por la carretera que conduce a Rionegro, está la botica los Gallo, el café Danubio, la barbería Hoyos, un antiguo consultorio médico, una colección de cerámicas prehispánicas, relojes antiguos, instrumentos musicales, imágenes religiosas, una cantina con rockola, una colección de carros antiguos y otra de esculturas.

Luis Fernando Hoyos, quien dice que le gusta luchar con la vida porque no le gustan las cosas fáciles, compró la casa llamada “Santa Elena” hace 35 años; le costó 600 mil pesos de los cuales pagó 300 mil de contado y los restantes a 6 meses, sin intereses.  Construida a principio del siglo XX, perteneció a don Ricardo Botero, nacido en 1869, quien también fue dueño en Medellín del “Castillo de los Botero” o “Casa Botero” de corte republicano, ubicada enseguida de la iglesia de Buenos Aires, donde funcionó la Escuela Interamericana de Bibliotecología de la Universidad de Antioquia, y hoy está la clínica del Sagrado Corazón de Jesús.

Cuando compró “Santa Elena”, el terreno estaba lleno de cepas de pino porque un dueño anterior, creyendo hacer un buen negocio, cortó toda la pinera y la vendió a los madereros de Guayaquil; cuando quiso venderla nadie se la compraba porque no podían tractorar la tierra para la agricultura ni hacer potreros para el ganado. Son 60 cuadras y el bosque es nativo. Don Luis Fernando compró un bulldozer pequeñito que le tocó restaurarlo, luego compró otro más grande y fue sacando todas las cepas y junto con don Héctor Hincapié se puso a sembrar papa, no para negocio, sino para recuperar la tierra. Ensayó “de todo, menos cosas malas”: agricultura, lechería, avicultura; tuvo conejos, le bregó por todos los lados, pero nada le funcionó. Al principio montó un  negocio, una ramada, al pie de la carretera para vender los productos de la tierra, pero algunos campesinos de alrededor se iban para la Secretaría de Gobierno y le hacían sellar el negocito: “Lo  sellaban por la mañana y yo con la ayuda de un abogado, por la tarde subía para desellar; pero algún día dijo que no quería fregar más con eso” Cuando vendió el ganado se enmontó la finca y entonces llevó los burros  que tiene actualmente a quienes alimenta con aguamiel, harina de maíz y melaza para que tengan buena sal y le mantengan motiladito el pasto, pues le interesa  que los potreros se mantengan bonitos. “La negra noche” es una perrita que botaron en un alcantarillado en Sajonia, él la sintió chillar y la rescató; ella es muy noble y ahora es lo más importante en esta casa.

Por mucho tiempo contó con la ayuda de don Juan Antonio Atehortúa, quien cuando entró a trabajar como mayordomo  le advirtió: “yo tengo un vicio  y es que  no duró más de 6 meses trabajando en el mismo lugar porque me coge la gana de andar  y si yo paro la cola y me voy, no tengamos que peliar” y duró hasta que murió muchos años después, sin sacar vacaciones porque nunca quiso hacerlo: “vea don Luis Fernando: si usted me manda pa la casa a sentarme en una ruana, a ver llover y a ver mis hijos morir de hambre y sin empleo, yo me enloquezco, yo necesito esto, es por la cabeza”.

“Esta finca le dolía más que a mí.  Yo adoré a ese viejo, lo lamenté mucho cuando se murió” nos contó don Luis Fernando quien en el museo exhibe su fotografía con un sombrerito campesino y una camisa de cuadros cafés.

Luego de la muerte de Juan Antonio, le recomendaron un buen mayordomo quien sembró marihuana en el monte, y cuando se vio cogido, se voló.  Ha tenido muchos mayordomos, y algunos le robaron “hasta el apellido”. Reconoce con tristeza que todos tenemos una vena de pillos heredada de los españoles que nos colonizaron, cosa que le duele porque “como es de bueno trabajar, sentirse uno que realiza un sueño, que fue capaz, sobre todo, eso es mejor que la plata, pero no todo el mundo lo entiende así”.

La casa está restaurada igual a la original, perfecta en todo sentido. En 35 años, si ha dormido allí 4 veces, no ha dormido 5, porque como también tiene la “goma” por los carros antiguos, los fines de semana los dedica a arreglarlos y restaurarlos. Su profesión es ser un enamorado de las antigüedades, “yo me enamoré de ellas desde que nací”.  Es un anticuario, pero no de compra y venta, porque “yo lo que compro que salga de aquí después de que esté muerto, mientras esté vivo, no” comenta este coleccionista de autos antiguos, arte y toda clase de antigüedades. 500 fotografías en sepia de la historia de Medellín, una lámpara de plata colgada en un lazo, una cámara fotográfica de estudio que tuvo Melitón Rodríguez a finales de 1.800, un secreter, un escritorio viejo con la pluma que se acostumbraba para los tinteros, un proyector de filminas, muchos cuadros, entre ellos uno del purgatorio , un púlpito de iglesia porque, nos confiesa, que una de las cosas que conversando íntimamente con Dios le dijo , es que le va a hacer la capilla más hermosa de Colombia.   “No lo digo con orgullo, lo digo con humildad, pero tengo que decirlo porque estoy en capacidad de demostrarlo: tengo los implementos más impresionantemente auténticos, coloniales, como santos, confesionarios, cuadros y un montón de joyas más, pero hacer la capilla vale un viajao de plata”. Por ello le pide a Dios que le ayude con la plata que él le ayuda con la capilla.

Las esculturas son su otra pasión. Las que tiene en el exterior parecen de bronce, pero son en cemento con recubrimiento plástico, para que no se deterioren.  “Si fueran de bronce, hubiera tenido que vender la finca para poder comprarlas.”

Es el dueño del hotel Cannes, que está ubicado a una cuadra de la catedral metropolitana de Medellín, en Bolivia con Palacé; lo quiere vender para organizar bien su museo en Santa Elena.  Años atrás como el hotel queda en la “esquina del sabor “, los chatarreros, gente de carretillas, donde primero arrimaban a ofrecerle, era donde él, que los cuidaba, los atendía, les ofrecía cerveza, gaseosa o tinto y conversaba con ellos, adquirió mucha parte de su colección.   Su idea es que, si vende el hotel, “Santa Elena “se convierta en un lugar para recibir tours de turistas y personas interesadas en el tema de las antigüedades: un lugar para vivir y recordar.